Árbol desnudo, de Chotaro Kawasaki (Fulgencio Pimentel) Traducción de Fernando Cordobés y Yoko Ogihara | por Juan Jiménez García

Chotaro Kawasaki | Árbol desnudo

Cuando uno ha visto, pongamos por caso, las veintiséis películas de la saga Zatoichi (hablamos solo de las protagonizadas por Shintaro Katsu), comprende algo inherente a la cultura japonesa: la repetición. En la práctica todas responden al mismo esquema y los motivos se repiten una y otra vez. Ahora multipliquemos esas veintiséis películas por cientos y cientos de películas de época. ¿Época? No solo. Hablamos de Japón, pero en realidad la repetición, el gusto por la repetición, es algo asiático. ¿Qué son las películas de Hong Sang-soo sino variaciones sobre un mismo tema a partir de un mismo esquema? ¿Por qué estoy contando todo esto? Para que se comprenda mejor lo más puede sorprender de este Árbol desnudo, en el que Chotaro Kawasaki cuenta siempre la misma historia en el fondo, la misma historia en la forma, pero con ligeras variaciones, que se van sumando a un mismo armazón: la relación del escritor por la geisha Kimie, que a su vez tuvo una relación con el director de cine Yasujiro Ozu. Cambian los nombres, se añaden momentos, se desarrollan otros, se interrumpe la historia en uno u otro punto, pero aparece esa repetición tan querida. No sé si lo tengo que decir, pero eso no tiene la más mínima importancia. En el arte de la repetición, los matices las variaciones más o menos ligeras, nos devuelven siempre otra cosa y la misma, pero acaban por ser lecturas inéditas, que enriquecen lo anterior y nos dejan esperando esa siguiente pieza de la sucesión, la siguiente reescritura.  

El relato que parece contenerlo todo es Lluvia pasajera. Sería la historia desde el punto de vista de Ichiki (el escritor) y Kimie. Pero igualmente incisivo es el que da título a toda la reunión, Árbol desnudo, en el que el cineasta, Ozu, y Aoki, el protector de Kimie, comparten el protagonismo. Ambos son de una belleza estremecedora. Algo más extensos que el resto, le permite construir en el primero un ambiente de una desoladora melancolía (la imposibilidad de esa relación, pero, la vez, la necesidad de permanecer, de estar, de encontrarse), mientras que en el segundo encontramos un tono más psicológico, en esa sucesión de líneas que se cruzan, de amores perdidos, cariños compartidos, pasiones irrealizables, y terrenos baldíos. Kimie, lejos de ser algún tipo de mujer fatal, es más bien una mujer poseída por la fatalidad. Su carrera de geisha no es especialmente brillante (aunque mantenga una buena posición, considerando que están en un pueblo). Una geisha incapaz de aprender ningún arte y que tiene que ejercer de mizuten (es decir, mantener relaciones sexuales a cambio de dinero), aunque luego vaya pasando por diferentes situaciones. Su objetivo es casarse (no valdría la pena seguir viviendo si esto no ocurriese antes de los treinta años) e incluso algunas cosas que podrían parecernos importantes, solo aparecen en el último relato-variación. Escritos en su mayoría en los años treinta, publicados en revistas, el último de ellos es de mil novecientos cincuenta y dos. Pero es que estamos hablando de que esta es una selección y escribió aún más sobre ese triángulo. Nunca dejó de hacerlo. 

Hay ocasiones en los que la literatura alcanza el misterio. Es misterio. Esbozar ligeros trazos, trazar paisajes humanos, transmitir la profundidad de la pérdida y la derrota en conversaciones de cafetería, hablar de derrotas sin tragedias, de tragedias insertas en el devenir de los días, contar derivas, personas llevadas por el destino, el capricho del destino. Ser capaz de construir con las mismas piezas nuevas conmociones. De emocionar sin necesidad de sorprender. Llevar la literatura a la ausencia, y en esa ausencia, encontrar todo aquello que hemos perdido. Sentir. Demasiado a menudo podemos hablar de la banalidad de la escritura. Una banalidad forzosamente construida. Qué importante, entonces, es leer y entender un libro como este Árbol desnudo, de Chotaro Kawasaki. En él, se encierra algo que se niega a ser comprendido. Pero igual que esa repetición incesante, esa sucesión de días de lluvia, cuando todo pasa, sabemos que hemos tocado algo con los dedos. ¿Qué? Como decía Rimbaud, tal vez la eternidad.


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